Las 8.00 de la mañana de un día bastante agradable y soleado.
El despertador suena, y no es porque tenga que asistir a clase ni porque vaya a comenzar mi jornada de trabajo. No, no, nada de eso. El despertador suena a las 8.00 de la mañana porque debo pagar mis facturas, mis impuestos de buen ciudadano, mi luz, mi agua, mi tasa de basuras.
El tiempo corre, minuto tras minuto, banco tras banco el reloj se acercará peligrosamente a las temidas 10 en punto, hora límite del pago de recibos en efectivo, hora que todo banquero espera ansioso cada mañana para poder despachar alegremente a los buenos pagadores con un golpecito de dedo en el fastidioso cartelito que siempre cuelga a su lado, y que reza: de 8.30 a 10.00am, EXCLUSIVAMENTE.
Me dirijo a la primera sucursal. Cuando llego a mi destino, ¡qué desencanto! Una cola inmensa de gente con sus facturas en la mano sale por la puerta y da la vuelta a la acera; juro que por un segundo no sé si es que regalan vajillas, caramelos, o si es que han empezado las rebajas y ahora en los bancos también venden zapatos. Adivino que toda esta gente ha madrugado mucho, mucho más que yo, y que la parsimoniosa y concienzuda tarea de los empleados durante la siguiente hora y cuarto será la de dejar a la mitad de nosotros sin haber pagado.
Decido probar suerte en el siguiente banco. Encuentro una sucursal donde las colas brillan por su ausencia, todo limpito, silencioso y despejado. ¡Qué maravilla! me digo. Pero la maravilla dura muy poco, lo que tarda una en poner en la puerta un paso. Durante un instante miro a la empleada, ella me mira a mí, y empiezo a olerme que allí sucede algo raro. Por poco comienza a sonar una alarma, me alumbran con un foco intenso de luz roja y me apuntan con un revólver cargado. "¿Es que no ha leído usted el cartel? Dice claramente: de 8.30 a 10.00am, del día 1 al 27, EXCLUSIVAMENTE".
De acuerdo, de acuerdo... Salgo como una exhalación comprendiendo el porqué de aquel hall tan solitario. Así que ahora no hay que tener en cuenta tan sólo la hora qué es para pagar un triste recibo, sino también en qué día del mes estamos. Salgo de allí con la cabeza baja. Empieza a parecerme que el día se está nublando, pero como una es pagadora fiel y no quiere faltar a su buena relación con el estado, continúo con la ardua tarea de dar mi dinero a un banco extrañada de que pongan tanta pega en recibirlo, cuando de sobra sé que les gusta tanto.
Así que pruebo suerte una vez más: me dirijo a la siguiente sucursal. Son ya las 9.30, no queda más que media hora para esquivar las disposiciones horarias de los pagos, y cruzo la puerta del siguiente ya casi al borde del llanto. Una vez allí, me topo de bruces con otro de los consabidos cartelitos de las narices, esta vez dice así: "De 8.30 a 10.00am, de los días 1 al 27, miércoles y jueves, EXCLUSIVAMENTE".
No doy crédito, hoy es martes, no es posible. ¡Deberían ser oficiales estos cartelitos del diablo! De conocimiento público, deberían estar publicados en el BOE o en algún documento oficial dirigido al ciudadano. Lo de lograr pagar los recibos es cosa de chiripa, de llegar allí el día acertado; o tal vez cosa de planear una estrategia cada puñetero mes para burlar las restricciones de los bancos; o quién sabe, tal vez tengan varios cartelitos que recen días distintos y según sea lunes, o viernes, ¡los vayan cambiando!…
Comienzo a sospechar que todo esto no es más que una trampa, una burla de los resabiados bancos. Me empiezo a sentir observada, como si alguien detrás de mí estuviera conteniendo una carcajada y pensando: "¡pobre infeliz, aún cree que puede pagar en algún lado!". Tras debatir conmigo misma un momento, decido volver a intentarlo.
De nuevo cruzo la ya temida puerta de uno de estos santuarios de los pagos (o no tanto); el empleado me recibe con una ancha sonrisa que torna en mirada acusadora cuando advierte la factura que traigo entre las manos. Sin cartelitos ni más dilaciones me dice: "No cobramos recibos en efectivo, jamás. Si lo desea puede domiciliar aquí sus pagos, sin más".
Con cara de estupefacción salgo por la puerta como he entrado. La alarma de mi reloj suena de nuevo: son las 10.00, se acabó el tiempo estipulado. A la mierda con la bicicleta. Vuelvo a casa arrastrando los pies con la factura sin pagar, el día definitivamente se ha nublado, hay rayos y truenos, caen ranas del cielo, en mi cabeza una vocecilla repite una y otra vez: domicilia tus pagosssss, ¡domiciiiiiiliaaaaaa tus paaaaaaagooooooos!
¡Ahora lo entiendo todo! La trampa de los bancos ha funcionado. Eso era todo lo que pretendían: engrosar su lista de clientes, atarnos a ellos irremediablemente, poder dejar otra cuenta al descubierto algún día por impago. Con razón había semejante cola en la primera caja, ¡con razón la gente había madrugado tanto! No es que regalaran nada, no, ¡es sólo que dejaban pagar al no domiciliado!